Debo dar gracias a la divina providencia por darme la música. Hoy lo pienso y creo que es la única cosa que me ha librado de volverme loco durante todos estos años. Siempre ha estado ahí, atenta, solicita, cariñosa, con las palabras adecuadas para cada momento. El sol de la adolescencia con los Beatles. Esos primeros cassettes de Led Zeppelin (-¿esto es heavy?, le dije a M. cuando me prestó el Four Signs-) que me abrieron a otro mundo. Melodías del folk mediterráneo que, no sé muy bien por qué, consiguen siempre hacerme llorar. La perfección milimétrica de Dream Theater. Mago de Oz y el poder de la amistad. Todo el humo de un club de jazz concentrado en las notas de Chet Baker. La voz de Anneke, a la que ya no puedo separar de dos personas que fueron muy importantes para mí. La oscuridad de la carretera de Inca con Chopin de fondo. Sumirse en la negrura más absoluta con Antimatter. La rebeldía de un ángel caído de Ihsahn. Beethoven, o cómo explotar de júbilo como una nova, como un fénix. Recuerdos de infancia que me asaltan al oír alguna vieja canción de Mecano. Una canción -Lovesong- que me devuelve a un avión de vuelta de Barcelona con lágrimas en los ojos. Aporrear el bajo con Black Sabbath y abandonar el mundo por unas horas. Sentir con Kyuss que no hace falta un cantante para decir todo lo que hay que decir en una canción. Y tantas otras cosas. La música ha sido mi gentil compañera durante todos estos años, ha sido la que nunca me ha fallado, la que nunca me ha negado su compañía. Y sé que por muchos años en que todo siga igual, seguirá a mi lado siempre.Suena: Les Joyaux De La Princesse - Champs Des Martyrs.
