Dicen que un clavo saca a otro, y puesto que S. nunca llegó a ser más que un amor platónico, al empezar bachillerato, y hacer borrón y cuenta nueva de todo lo que sabía, apareció N. Me pongo a pensar ahora qué me gustaría de ella, y no logro entenderme. Era rubia, torcía la boca con un particularísimo gesto de displicencia cuando algo no le gustaba; cuando quería -cuando quería- era muy agradable, y tocaba el piano, algo que tenía su misticismo (he acabado por intentar que las chicas a las que persiga no sepan de música, algún día quizá explique por qué). N., naturalmente, fue también impermeable a mis quebrantos, pero esta vez, quizá porque iba aprendiendo de mis fracasos, quizá porque era algo mayor que antes, le hice saber mis sentimientos. Eso sí, a mi manera, esto es, de forma ñoña y obsoleta. Recuerdo que le di unos poemas escritos a mano, que intentaron ser lo más francos y románticos posibles; recuerdo que también, para intentar conmoverla aún más, deslice unas gotas de agua por encima de la tinta, intentando hacerlas pasar por lágrimas. Evidentemente, la triquiñuela no resultó. Incluso llegué a decirle que era mi musa, a lo que no pudo más que troncharse en mi cara. Pero lo peor no fueron esos rechazos más o menos sonoros, sino más bien el síndrome que todos los despechados hemos vivido: el síndrome "¿por qué le gustará ese imbécil y no yo?". N. terminó por esos años saliendo con un chaval que estudiaba en el bloque contiguo al nuestro, el de FP, nuestros "enemigos naturales". No podía entender qué podía ver en un tío primario y simple como aquel, pero fue su decisión. Así que finalmente, mi mente voló hacia otros páramos...
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