El destino es caprichoso. Durante más de siete años había sido profesor de clases particulares. Todo eso acabó cuando nos mudamos a esta especie de exilio dentro del exilio que significa vivir donde estamos, apartados de todo y de todos. Años más tarde, me encontraba con que se me ofrecía una plaza de profesor en secundaria, irónicamente, en un colegio a dos minutos de Gomila, la zona de ocio juvenil por excelencia, que hubiera conocido a la perfección de no haber sido por mi adolescencia a medio camino entre superprotegida y asocial. Otra ironía: el colegio llevaba el mismo nombre que la residencia de estudiantes madrileña a la que estuve llamando durante años cada día para hablar con mi antigua novia, nombre que se encargaba de recordarme la monja que me cogía el teléfono siempre: "Religiosas de M. I., dígame."
Siempre me ha gustado la enseñanza, porque considero que no es un trabajo más, sino que hay algo más que lo convierte en un trabajo especial. No en vano se te confía el desarrollo intelectual de unos niños que Dios sabe qué van a ser de adultos, para bien o para mal. Pese a eso, hasta el momento no había considerado el dedicarme a ser profesor (visto el panorama de nuestro sistema educativo y a mi salud, no precisamente de hierro), pero el frágil panorama laboral me hizo aceptar el trabajo enseguida. El colegio era pequeño, familiar, incluso desde algún aula se podía divisar el mar, para satisfacción de mi romántico espíritu (¿cabía estampa más bonita, más machadiana que divisar el mar desde la ventana en una nublada mañana de invierno, los cristales empañados por el vaho, mientras los niños hacen sus ejercicios?) .
Hoy veo que no me he equivocado, que a pesar de ser un trabajo agotador, de tener uno la impresión de que cada día se enfrenta a una nueva batalla, de que cada timbre te envía de nuevo al ring, es un trabajo agradecido y bonito. A pesar de su mal comportamiento, de su pereza, a pesar de todo, cuando ves que han entendido lo que estás explicando, o cuando los ves sonreír fuera del colegio, sabes que todo por lo que estás luchando ha valido la pena.
Siempre me ha gustado la enseñanza, porque considero que no es un trabajo más, sino que hay algo más que lo convierte en un trabajo especial. No en vano se te confía el desarrollo intelectual de unos niños que Dios sabe qué van a ser de adultos, para bien o para mal. Pese a eso, hasta el momento no había considerado el dedicarme a ser profesor (visto el panorama de nuestro sistema educativo y a mi salud, no precisamente de hierro), pero el frágil panorama laboral me hizo aceptar el trabajo enseguida. El colegio era pequeño, familiar, incluso desde algún aula se podía divisar el mar, para satisfacción de mi romántico espíritu (¿cabía estampa más bonita, más machadiana que divisar el mar desde la ventana en una nublada mañana de invierno, los cristales empañados por el vaho, mientras los niños hacen sus ejercicios?) .
Hoy veo que no me he equivocado, que a pesar de ser un trabajo agotador, de tener uno la impresión de que cada día se enfrenta a una nueva batalla, de que cada timbre te envía de nuevo al ring, es un trabajo agradecido y bonito. A pesar de su mal comportamiento, de su pereza, a pesar de todo, cuando ves que han entendido lo que estás explicando, o cuando los ves sonreír fuera del colegio, sabes que todo por lo que estás luchando ha valido la pena.
Suena: Fields of the Nephilim - Last Exit for the Lost.