Después de leer Leviatán, de Paul Auster, me había dejado contagiar por la atmósfera de la novela, por el aire romántico de sus personajes. Poder ser un escritor, tener un sitio donde poder escribir en paz, probar suerte, llegar a ser algo. Vivir de la literatura, qué joya, amigos.
Sí, tener un sitio donde retirarme a escribir, tranquilo, lejos de todo, de todos y de todas. En paz. Sin ver, escuchar, tocar ni oler a nadie. Ser un cascarrabias al estilo de Juan Ramón Jiménez.
Llevado, pues, por ese contagio, pensé en retomar un viejo proyecto -que mencioné en un post anterior- y presentarlo a un concurso donde podría tener un mínimo de posibilidades. No estaba seguro de poder hacerlo, es más, tendría que ver si mi constancia me daría su aprobación.
Como si fuera un adolescente, mi admiración por el cantante Rozz Williams estaba haciéndome plantear si realmente tenía la edad que tenía. ¿Cómo crear esa aura, ese magnetismo, que envuelve a un mito? No es que quisiera a aspirar a algo tan grande -bueno, para qué mentir, quizá sí-, pero sí a vislumbrar de qué naturaleza está hecha la genialidad. Desde luego, si era muy necesaria la parte innata, ibamos servidos yo y mis clones.
Cada vez estaba más convencido de que las mujeres eran un género que era mejor tener lejos. Cuanto más lejos mejor. Admirar una idea, y que la idea se mantuviera ahí, lejos, como idea.
Suena:
Shadow Project - "
Holy Hell".